Cuando se refiere a la dieta latinoamericana, el maíz, es mucho más que un alimento básico, es una manifestación de la identidad colectiva, un símbolo ancestral, una semilla cargada de historia, espiritualidad y resistencia. Particularmente en Colombia, el maíz ha acompañado a las comunidades humanas durante milenios formando parte de sus sistemas agrícolas y cocinas tradicionales.

Según los registros arqueológicos citados por la investigadora de la Universidad Externado Diana Rocío Carvajal Contreras, el maíz ha sido cultivado en América Latina desde el VI milenio a. c, junto a otras plantas como la yuca; hecho pone en evidencia un temprano conocimiento agrícola. En el caso de las comunidades indígenas del Caribe, las de los Andes y otras regiones de Colombia, los sistemas de siembra que construyeron fueron adaptados a su geografía correspondiente, y pensados en torno a su clima tropical, lo que demuestra una relación profunda y respetuosa con su tierra.

En el mundo indígena, el maíz era el alimento sagrado por excelencia. Se cosechaba y consumía, para  rituales de nacimiento, alianzas matrimoniales, coronación de caciques y entierros, eventos donde era foco de atención. Las bebidas fermentadas como la chicha y las viandas de maíz eran elementos esenciales en estas ceremonias, reafirmando su carácter espiritual y comunitario.

Colombia, con su diversidad geográfica y climática, ofrece condiciones propicias para el cultivo del maíz.

La variedad de pisos térmicos, desde tierras cálidas hasta altitudes medias, permite adaptar diferentes variedades de maíz a las condiciones locales.

Actualmente se reconocen al menos 27 variedades criollas, como el Negrito, Tacaloa, Azulito, Huevito, Sangretoro, Cuba, Guajiro, de todas las características únicas en sabor, textura, color y uso culinario. Estas semillas tradicionales han logrado ser conservadas, precisamente por el conocimiento colectivo transmitido por los ancestros latinoamericanos y sus prácticas agrícolas que se han sostenido durante generaciones en distintos territorios.

Volver al origen: Maíz como camino a una alimentación con sentido

En un momento en que los sistemas alimentarios globalizados tienden a homogeneizar gustos, prácticas y saberes, las palabras de la antropóloga y filósofa de la gastronomía Luz Marina Vélez Jiménez resuenan con fuerza como un llamado a la reflexión y la acción. Para ella, exaltar las prácticas tradicionales en torno al maíz en Colombia implica enfrentar un reto de múltiples dimensiones: “un reto académico, un reto sensible, un reto institucional por desglobalizar el sistema alimentario, por apostarle a un manifiesto de la alimentación pro salud que cuide la tradición”.

Desde esta visión, la soberanía alimentaria no es solo una consigna política, sino una forma de volver al origen, de construir seguridad desde la posibilidad de vivir de lo propio, de lo cultivado con memoria y sentido. Vélez Jiménez propone una noción profunda de alimentación que no se limita al consumo, sino que se entrelaza con la ética, la estética y la espiritualidad de los pueblos: “uno podría decir que entre el hambre, la abundancia y la aspiración de un mejor vivir, esto nos muestra el sentido de la congregación, la prioridad de una alimentación como bien”.

El maíz, en este contexto, deja de ser únicamente un cultivo para convertirse en un símbolo vital de lo doméstico, lo cósmico y lo sagrado. En palabras de la pensadora: “vivimos del domus, del fogarí y vivimos del volver a ese origen que somos como humanidad”. A través de conceptos como oikos (el habitar), domus (la casa) y culina (el cultivo, la cocina), Vélez Jiménez articula una visión de la alimentación donde se cruzan la historia, la biodiversidad, el respeto, el placer y el ritual.

Más que un diagnóstico, su postura es una invitación a la participación activa: “más que opinar sobre el sistema, nosotros tenemos el reto de participar en ese sistema”. Así, “comer y saber maíz” se convierte en un acto de resistencia, de hospitalidad, de construcción de sentido y de afirmación cultural. En este gesto cotidiano —el de sembrar, preparar, compartir y saborear maíz— se abre una posibilidad real de diseñar “una realidad alimentaria que trascienda la escasez y que pueda conquistar la abundancia”, basada en la solidaridad y la convivencia. Una propuesta radicalmente humana.

La chicha es una bebida fermentada de origen prehispánico que ha atravesado siglos como símbolo de identidad y comunidad en América Latina. Aunque su origen etimologico es parcialmente desconocido, una de las hipótesis más aceptadas sostiene que “Chicha” proviene del término chichab en la lengua kuna de Panamá, donde chichab significa “maíz”.

En Colombia su historia está estrechamente ligada a las prácticas agrícolas, los rituales y la cotidianidad de los pueblos indígenas. Hoy, aunque es desplazada por procesos de modernización y estigmatización, sobrevive en distintas regiones del país, donde representa una práctica que conecta a los habitantes que aún disfrutan de ella, con la esencia de sus raíces.

Citando nuevamente a la arqueóloga colombiana Rocío Carvajal Contreras, diversas investigaciones arqueológicas y antropológicas confirman que la chicha existía en Colombia desde mucho antes de la colonización. Para pueblos como los Muiscas y Trunas, el maíz era más que un cultivo alimenticio; una planta sagrada, en cuyo significado espiritual basaban sus sistemas simbólicos y rituales. La chicha se integraba a las ceremonias de siembra, cosecha, nacimientos, funerales y pactos políticos, pues “su elaboración requería de conocimiento y cuidado, su consumo era tanto festivo como espiritual.”

Sin embargo, durante la colonia, la chicha fue subordinada a los productos traídos por los españoles. Como lo analiza el historiador de la Universidad Nacional Fabio Zambrano Pantoja, la chicha hacia 1920 fue objeto de una campaña de desprestigio por parte del Estado en alianza con intereses cerveceros. Fue acusada de insalubre, de causar violencia y atraso, de esta manera se promovió su reemplazo por la cerveza como bebida moderna y civilizada.

Las campañas contra esta bebida implicaron, más allá de controles sanitarios, un golpe que dejaría heridas más profundas alrededor de las sanciones sociales que vendrían con ellas. La chicha se asoció con la marginalidad, el desorden y lo indígena desde una connotación negativa. La cerveza, por otro lado, se promovía desde el eurocentrismo como progreso, limpieza y blanquitud; una dinámica de manipulación para promover la segmentación, común en la colonia.

En Bucaramanga y su área metropolitana, la chicha no es un vestigio del pasado, es una presencia viva, aunque a veces discreta, que se cuela entre mercados, parques y cocinas migrantes. Sí hay chicha —en La Llama Perú, por ejemplo, un restaurante en Cabecera donde una familia peruana ofrece chicha morada como puente entre culturas andinas—.

Hay chicha en el Parque Principal de Floridablanca, donde algunos vendedores ambulantes aún comparten recetas heredadas. Y hay chicha en Piedecuesta, en barrios como Cabecera del Llano, donde se fermenta en silencio en tinajas familiares. Este recorrido es una invitación a seguir el rastro de una bebida que no solo alimenta, sino que evoca territorio,

¿Quiere chicha? Venga ¡tómese otro cunchito!
Doña Lilia Duarte

La señora Lilia Duarte Rodríguez vendiendo chicha en Cabecera, Piedecuesta

La señora Lilia Duarte Rodríguez vendiendo chicha en Cabecera, Piedecuesta

2 libras de maIz, 22 tazas de agua, melao opcional.

Tostar el maíz en un tiesto, a fuego medio, revolver constantemente para que no se queme. Cubrir los granos en agua y cocinarlos durante dos horas, hasta que estén blandos, molerlos y desatarlos en agua hasta completar 10 tazas del liquido. Colar y verter en olla de barro. Se le puede adicionar melao.

(Tomado de “Sólo del maíz vive el hombre”)

Se desgrana el maíz blanco o amarillo (de Ia mazorca de maíz dura), se pone sobre una piedra y se muele con Ia mano de moler, se remoja con agua y se deposita en una olla de barro durante 12 días, meneando Ia masa de vez en cuando y remojandola para ablandarla. Se saca de Ia olla y se envuelve en hojas de alpayaca, se pone a cocinar en leña. Se baja el fuego y se deja reposar por tres días, se vuelve a moler, se soba y se vierte en una gacha (una olla más grande) con agua para que se fermente. Si hierve nuevamente y se le adiciona más agua para colarla varias veces, hasta que la masa salga bien lisa. A esta masa se le agrega más agua y se deja fermentar dos días más.

(Tomado de “Sólo del maíz vive el hombre”)

Maíz pergamino, panela raspada, hojas de hierbabuena, mejorana o naranja agria.

Cocinar el maíz pergamino hasta ablandarlo, moler hasta obtener una textura blanda y suave. lncorporar a esta masa, la panela raspada, mezclar, hacer bolas y envolver en hojas de plátano. Fermentar en una olla de barro tapada. Al tercer día mezclar Ia masa con agua clara y colar. Se puede saborizar con hojas de hierbabuena, mejorana o naranja agria agregadas en cocción al agua con que se aclara.

(Tomado de “Sólo del maíz vive el hombre”)

Se pila el maíz, se remoja en agua, se muele, se agregan los otros ingredientes y se deja reposar. Servir fría.

Se quiebra un poco de maíz, como para hacer mazamorra, se remoja con un poco de agua de panela en una olla de barro, a los tres días vuelve y se mueve, remojando otra vez con agua de panela. Cuando esté bien fermentado se muele el maíz y se pone en hojas de bijao y se pone a cocinar por tres horas a fuego vivo, al día siguiente se vuelve a repasar en Ia piedra y se cierra aumentando un poquito de agua; luego se le pone agua suficiente y se le agrega un poquito de miel, se mueve bastante, se tapa y a los 3 días se puede tomar.

3/4k de maíz morado, 1 k de manzanas para cocinar (sOlo las cáscaras), 1 piña grande (sólo Ia cascara), 4 limones, 1 taza de azúcar, 4 clavos de olor.

En una olla grande hervir el maiz morado, las cascaras de manzana y piña y clavo de olor con 3 litros de agua. Cocinar a fuego lento por media hora. Colar. Volver a hervir las cáscaras con los otros ingredientes con 3 litros de agua. Colar y juntar con el liquido anterior. Añadirle azúcar (al gusto) y el jugo de limón. Servir helada. Nota: Agregar azúcar y limón solamente a Ia cantidad de refresco que se va consumir de inmediato. El refresco sin mezclar se puede guardar varios dias en el refrigerador.

Se desgrana el maíz blanco, se hace harina, se moja con agua de panela, se fermenta durante dos días, al cabo de los cuales se retira, se envuelve en hojas de plátano y se cocina durante 24 horas. Sacar, enfriar, moler y adobarcon panela. Se ablandan con agua-miel tibia hasta que quede clara. Verter en una moya, barril o moyón. En Choachí, se tritura el maíz, se vacía en un recipiente de madera, se moja y se cuida de que no se seque durante ocho días; luego se mete entre mochilas de fique que se cosen y se cocinan durante cuatro días. Sacar, moler y cernir el maíz; vaciar en barriles con miel (esta mezcla hierve a los dos días). En Nariño le agregan chilacuan.

Pilar, cocinar, dejar en remojo un dIa el maíz. Al día siguiente moler, amasar y envolver en hojas de Bijao. Cocinar durante dos horas. Enfriar y migar; amasar y echar en una olla. Aparte moler el maiz nacido y Ia batata. El maíz nacido se prepara tres días antes (un dIa en agua para que se fermente), agregara Ia olla y batirjunto con el primer maIz, batir (esto se llama cortar). Cocinar, tapar durante tres días, al segundo dIa se revuelve; al tercer día se cuela antes de servir.

Maíz blanco, clavos, canela y pimienta.

Pilar, moler y agregar agua al maíz. Cuajar al fuego, agregar los condimentos cuando espese.

(Tomado de “Sólo del maíz vive el hombre”)

Maíz negrito, tacaloa, azulito, cuba, batata y maíz nacido.

Pilar y remojar los maíces, molerlos y cocinarlos; para amasarlo y envolverlo en hojas de bijao. Enfriar y pilar de nuevo; amasar, desatar con agua y cortar con batata y maíz nacido.